22 de abril de 2008

Me cago en la leche (en polvo.)

El otro día estuve comiendo en un restaurante cercano a la Puerta del Sol. A la mesa de al lado se sentó una pareja joven (entiéndase por joven aquella que sumando la edad de los dos miembros supera cómodamente los sesenta años: jóvenes del siglo XXI) con su hijo recién nacido. Apenas había reparado en ellos antes de que el niño empezase a llorar. Debía tener días, no más de dos semanas, y quizá, por la rigidez con la que se desenvolvían, fuese ésta la primera vez que sus padres salían juntos con él.
En cuanto rompió a llorar, la madre intentó calmarle acunándole en los brazos y devolviéndole un par de veces el chupete a la boca; pero no había manera. Padre y madre, curiosamente avergonzados de las molestias que pudiesen causar los quejidos de su hijo al resto de clientes, miraban no se sabe muy bien hacia dónde, buscando, parecía, una salida de emergencia a la altura del suelo. “Es hambre”, dictaminó, resuelta, aquélla. Al juicio le acompañó una mirada de impaciencia que conminaba al padre a ser lo más rápido posible preparando el biberón. (Este problema, el de tener que preparar el biberón en el preciso momento en que la criatura ha de comer, es un error frecuente en aquellos que siguen los consejos de los manuales de ayuda para padres primerizos y las etiquetas de los envases de leche para lactantes. Ni Cervantes ni Einstein, seguro, tenían un biberón en la boca cada vez que la abrían.)
El padre, visiblemente atolondrado, después de regar los platos de la mesa, consiguió verter de un termo en el biberón la cantidad precisa para la toma. El pulso, bien por la temperatura del agua, que había regado también su mano y la manga de la chaqueta, bien por la presión que los resoplidos de su mujer le estaban generando, le temblaba como si el aire acondicionado del local hubiese bajado de repente veinte grados. Vertida el agua en el biberón se dispuso a proceder de la misma manera con la leche en polvo. El resultado fue el mismo: nerviosismo materno, torpeza paterna y los platos de la mesa con la apariencia de haber sido enharinados como panes de hogaza. Para entonces los lloros del niño se habían agudizado aún más y sus padres, sospechando que todo el local les observábamos con desagrado e impaciencia, parecían incapaces de realizar ningún movimiento con el cuello, concentrados en resolver cuanto antes aquella, para ellos, sofocante y definitiva situación.
El padre consiguió finalmente agitar espasmódicamente el biberón, se lo pasó a su pareja y, en cuanto ésta se lo empezó a administrar a su hijo, los lloros remitieron y toda la tensión se desvaneció con la misma intensidad que a un grupo de rehenes se les anuncia el final del secuestro.
Los que observábamos de reojo la escena lo hacíamos con una cariñosa familiaridad, una actitud en la que si los padres hubiesen reparado, hubiese hecho que aquel suceso al que se habían enfrentados como a una prueba de supervivencia a vida o muerte, hubiese quedado en nada. Entonces se me vino a la cabeza aquello que decía un escritor leonés en relación a lo felices que seríamos si fuésemos capaces de observarnos a tres metros de nosotros mismos…