17 de julio de 2008

Chillida y las naturalezas muertas.

Muchos especialistas y aficionados a la escultura contemporánea han tachado en repetidas ocasiones la obra de Eduardo Chillida de seca, monótona y deshumanizada. La redacción de De lo malo malo... ha logrado, en exclusiva, una imagen que viene a poner de manifiesto que la obra de Chillida no es, como sus detractores insisten, una auténtica castaña; sino... una auténtica manzana.

1 de julio de 2008

El periódico de ayer (o inverosímiles titulares periodísticos que, por mucho que pase el tiempo, no pierden ni pizca de gracia.)

“El Reina Sofía extravía una escultura de 38 toneladas del estadounidense Richard Serra” (Titular aparecido en el diario El País el 18 de enero de 2006, dos años y medio antes de que la selección española ganase la Eurocopa de fútbol.)

Podría pensarse que un titular como éste tampoco es tan sorprendente si resulta que la obra en cuestión es uno de esos armatostes que ha generado la escultura moderna, articulada sobre cuatro inmensas ruedas de acero, móvil e imponente como el Caballo de Troya; si es que ésta fue depositada en un explanada junto al museo, y si es que la explanada en cuestión se encuentra en pendiente. Si se dan estos condicionantes, quizá pudiera creerse que la explicación al extravío es bien sencilla: por un descuido, a los operarios que sujetan la escultura se les escapan las amarras, y aquélla, animada por lo pronunciado de la pendiente, echa a rodar calle abajo. Cruza el río Manzanares, los barrios periféricos de la capital, Toledo, Despeñaperros... Pero no. Ni la escultura es móvil, ni junto al Museo Reina Sofía hay ninguna pendiente pronunciada. Aún así, seguro que la Brigada de Delitos contra Cachivaches Escultóricos, por si acaso, y aunque en el artículo no se cite nada al respecto, ha rastreado toda la zona sur del país en busca de testimonios que descarten definitivamente esta hipótesis. Seguro que en más de una gasolinera castellana se han detenido y han interrogado al encargado de la misma, preguntándole algo así como: “¿Recuerda usted haber visto pasar por aquí una mole con forma de escultura, de unas 38 toneladas de peso?” Y el hombre, que no sabe si sus interlocutores le están tomando el pelo o simplemente son idiotas, responde: “No, ¿qué sucede? ¿Es que no tiene carné?”. A lo que a su vez los de la Brigada le dicen: “No, no es eso. Simplemente es que hay una ley que no permite circular a las esculturas, especialmente a las modernas, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.”
El autor de la escultura, dice el artículo, disculpa a la dirección del museo del extravío y no duda del esfuerzo que se está llevando a cabo para dar con su paradero. Esta actitud tan comprensiva, la verdad, resulta un poco sospechosa. Sobre todo, a un nivel artístico. Si a Goya le dicen (después de haberle dado un par de voces, claro) que le han extraviado una de sus pinturas de tres por tres, lo del duelo a garrotazos queda en un simple juego de niños. O si a James Joyce su editor le dice que el manuscrito que le había pasado, titulado Ulises, lo dejó olvidado en la barra de un bar, el escritor irlandés sería conocido hoy no por su valía literaria sino por su capacidad para desmontar a un hombre hueso a hueso. Debe ser que al escultor moderno, como a tantos otros artistas de su tiempo, crear una obra como la que se ha perdido le supone lo mismo que preparar un plato de espaguetis. Cuarto de hora, no más.
Los operarios que manipulaban la escultura no saben tampoco cómo explicar el extravío. Dos de ellos, los encargados de su desembalaje, dicen que dejaron la escultura en el patio del museo, se marcharon a tomar un café y al volver ya no estaba. Este testimonio parece concordar con el dado por la señorita que aquella mañana ocupaba la taquilla del museo. La misma dice que, entre japonés y japonés, creyó ver como un voluminoso bulto salía por uno pasillos laterales del vestíbulo principal. No le dio más importancia, dice el artículo, ya que pensó que se trataba de una visitante ataviada con un vestido de Ágata Ruiz de la Prada, y continuó expidiendo entradas como si tal cosa.
Los guardias de seguridad que en aquel momento controlaban el acceso al edificio, tampoco han podido aportar ningún dato significativo. La mitad de ellos dormitaban en sus asientos y la otra mitad se entretenía viendo el contenido de los bolsos de los visitantes a través del escáner, en busca de un despertador con el que poder espabilar a sus compañeros y tomarles el relevo.
Por el contrario, un parroquiano de un bar cercano al museo, jura que la escultura de Richard Serra entró en dicho bar y se sentó en un taburete a su lado. Incluso que pidió un bocadillo de calamares y que, además, probó suerte en la máquina tragaperras. El dueño del bar no supo desmentir a su cliente y se limitó a apuntar que, sentarse en un taburete, bien podría haberlo hecho, ya que los taburetes de su negocio, dice, son de primerísima calidad y muy resistentes; pero que, es tanta la gente que entra en su bar al cabo del día, y además tan variopinta, que nunca hubiese reparado en una escultura moderna por muchas 38 toneladas que pesase.
Hasta que se resuelva el caso, y una vez que se ha descartado ya la posibilidad del robo de la escultura a manos de carteristas, siendo lo más factible, indicaba el inspector encargado del caso, que la escultura se haya fugado por propia iniciativa y sin que se conozcan aún sus aviesas intenciones; dice el artículo, que la autoridad competente ha tomado una serie de medidas ya que se teme que la obra en cuestión quiera suplantar la identidad de otras esculturas significativas de la ciudad. Conjuntos como el de Cibeles y Neptuno permanecerán acordonados por las fuerzas de seguridad día y noche. Siendo asesoradas éstas por eruditos historiadores del arte que habrán de observar de continuo si las esculturas que habitualmente podemos contemplar en nuestras calles no son suplantadas por la escultura prófuga.