27 de marzo de 2008

Desdichos (o los dichos trastocados.) (I)

Había una vez una cabeza de ajos que vivía discreta y compacta en un rincón seco y oscuro de una alacena. A ella llegaban diariamente verduras, legumbres, conservas... Pasaban en sus estantes una breve temporadita, no más de un par de semanas, y luego, cuando la cocinera de la casa lo consideraba oportuno, echaba mano de ellos y salían todos los productos, frescos o en conserva, directos a sartenes y cazuelas.
La cabeza de ajos que nos ocupa llegó a la alacena, junto a otras cinco cabezas más, procedente de un tenderete del mercado.
Según fueron pasando los días, cada vez que la cocinera de la casa necesitaba ajos para sus recetas, una a una, las otras cuatro cabezas fueron desgranándose hasta desaparecer, dejando indefensa y desamparada a nuestra cabeza protagonista. Los ajos de ésta, en la oscuridad de la alacena, temían que no llegase a tiempo una nueva remesa de cabezas y fuesen ellos los que, escogidos por la funesta mano de la cocinera, se empezaran a consumir. Y así fue. Un mediodía de lunes, dos de ellos fueron separados para dar jugo a una carne estofada; a la mañana siguiente, otros dos, para enriquecer un arroz con verduras; y al tercer día, un miércoles, cuatro de golpe como aderezo de una ensalada. Quedaron así, tras este consumo incesante y voraz, desangelados y temblorosos, los últimos dos ajos de la cabeza. Éstos, para colmo de infortunios, como el roce hace el cariño, de haber crecido y haber vivido siempre juntos, estaban enamorados el uno del otro y presentían, desesperados, como de un modo inminente llegaría su separación.
La mañana del jueves, desde el fondo de la alacena, escucharon como la señora de la casa le indicaba a la cocinera que para el almuerzo preparase a sus dos hijos, que partían esa misma mañana de caminata por el monte con el grupo escolar, un buen bacalao al ajo arriero y dos grandes hogazas de pan en sus habituales cestas de mimbre. La cocinera le respondió que sólo quedaban en la alacena un par de ajos, que quizá fuese necesario acercarse al mercado a por más. Pero la señora de la casa, que no era mujer de grandes razonamientos, más bien impaciente y quisquillosa, le dijo que no, que se apañase con los dos que quedaban y la próxima vez fuese más previsora.
En el fondo de la alacena los dos ajos enamorados al oír esto lloraron desconsolados; la caminata matinal y la poca previsión de la cocinera iban a poner fin a tanto tiempo de vida en común.
La puerta de la alacena se abrió y la mano de la cocinera, tanteando en el estante donde recordaba tenerlos, los cogió.
Antes de ser troceados y puestos a freír en la sartén, junto al bacalao, el pimiento choricero y demás, uno de los dos, el más optimista, en un arranque de entereza, cuando los dedos de la cocinera les separaban, le dijo al otro que no se preocupara, que no sería esta la última vez que se vieran, que si los hijos de la señora almorzaban a la vez en el descanso de la caminata, ellos dos tendrían una nueva oportunidad de volverse a ver, aunque fuese troceados. Recuérdalo, no sufras, le dijo el ajo optimista al otro, a partir de ahora ajos arrieros somos y en el camino nos encontraremos.

13 de marzo de 2008

La alegría va por barrios.

Un personaje de C. J. Cela decía que no recordaba lugar más triste y desolador que la ermita de su pueblo el día después de la fiesta patronal.
El lunes, dando un paseo por la calle Génova, al tiempo ventoso y desapacible, que diseminaba y animaba a los peatones a buscar refugio en cafeterías y portales, se le unía una indescriptible sensación de desilusión y abatimiento. Será, pensé, que en este barrio celebraron durante el fin de semana las fiestas del distrito, y no hay al día siguiente ánimo para nada que se aleje de una penosa resaca. Una intuición que, al llegar a casa y ver las noticias del fin de semana, comprobé era cierta.
En las imágenes que daban por televisión de la fiesta, aparecían cientos de personas, todas, agolpadas, ondeando banderas al ritmo que marcaba por megafonía un plomizo ballenato, con un entusiasmo que en algunos casos amenazaban con llegar al histerismo. Posiblemente se tratase de una práctica local, una ancestral muestra de felicidad, supuse, consistente en agitar con tal énfasis las banderas que la tela y el mástil terminasen desgarrados. Y en esto, como en todas las tradiciones ancestrales, las mozas más veteranas parecían llevar las de ganar. A sus cincuenta años, se les veía mirar fijamente a cámara, con tal devoción y convencimiento, que los ojos enrojecidos, a la vez que no dejaban de ondear compulsivamente las banderas, se temía fuesen a salírseles de las cuencas. Luego estaba la población más joven, que vestía uniformemente la camiseta de la que debía ser única peña del barrio, en tonos azul pálido. Los muchachos más jóvenes, arrastrados por el entusiasmo general, trataban de compaginar el movimiento insistente de las banderas con el atuse de sus ondulados flequillos; a la par que ellas, con una dedicación parecida, el batir de aquéllas lo acompañaban de profusas sonrisas que ponían en correspondencia la blancura de sus dentaduras con la de las perlas que en sus orejas brillaban.
Desde un balcón de la ermita del barrio apareció un señor, que debía ser el presidente de la asociación de vecinos del distrito, junto a una breve comitiva de unas cinco o seis personas más. Entonces el alboroto fue aún mayor. El ruido del ballenato quedó eclipsado por los cánticos del vecindario. A las palabras de agradecimiento del presidente de la asociación le seguían los vítores de los congregados, en clara oposición a un barrio vecino contra el que también clamaban, y a aquéllos, un nuevo agradecimiento y una nueva y festiva agitación popular.
Semejante celebración, que posiblemente no se dé ni cuando un partido político gane unas elecciones generales, había dejado hoy en la calle Génova una sensación de desaliento y tristeza que hacía buenas las palabras de aquel personaje de Cela.