25 de junio de 2009

Tontos al mando.

Hace un par de días, guardando cola para entrar al Museo del Prado, una de las V2 (esa subespecie de vigilantes de seguridad que hacen las veces de bedeles de la administración pública; más cafres, si cabe) que controlaban el acceso de una de sus puertas, ante las continuas preguntas de los turistas extranjeros que trataban de informarse de los accesos a la exposición temporal, se quejaba insistentemente y con una grosería casi de porcino (si bien a éstos se les puede llegar a entender), de que todo el mundo le hablase en inglés. La tiparraca, acompañaba su enfado idiomático de aspavientos a izquierda y derecha que pastoreaban sin sentido a todo aquel que llegaba a su altura. Los turistas, diligentes, no dudaban en seguir el camino que la V2 les indicaba, y ella, reafirmada en su enfado, se erguía un poco, lo que su metro cincuenta le permitía, orgullosa de poder marcarle el camino a tanto turista atolondrado.
Esta noche, caminando por una de las calles del centro de Madrid, me he topado con el rodaje de un corto (aunque, por el número de profesionales que tomaban parte en el mismo, podría pensarse que se iba a rodar la segunda parte de Ben-Hur.) Al tratar de atravesar la calle, un chico del equipo de rodaje nos ha parado a otro hombre y a mí al grito de “Vamos a ensayar una escena del corto, no podéis pasar.” A lo que el hombre que iba a mi lado, muy sensatamente, le ha respondido: “Chico, voy a cenar, que me importa más que todo esto.” El chico le ha mirado entonces con una expresión más cercana a la soberbia que al asco, como si este hombre acabase de quemar el último ejemplar de Crimen y castigo; pero no le ha puesto resistencia, únicamente le ha respondido: “Pues rápido…” A lo que el hombre, animado por la situación, ha añadido: “Pasaré rápido si me sale de los cojones.” Sin más, ha cruzado el rodaje, y yo detrás de él. Una vez que nos hemos alejado, el hombre, mirando al frente, pero sabiendo que yo le escuchaba, ha apuntado: “No me jodas, si por lo menos hiciesen algo que mereciese la pena, me paraba, pero las mierdas que hacen estos memos no pueden llamarse cine. Y, menos, querer que nos paremos a verlas…”
Moraleja: en el Paseo de las Delicias, todas las mañanas, hay un hombre con un retraso cerebral manifiesto que se dedica desde la acera a dirigir, silbato en mano, el tráfico rodado. Los automovilistas y transeúntes, acostumbrados a su presencia, se lo toman a guasa y suelen soltarle algún que otro chascarrillo más o menos amable. Si del mismo modo, a los tontos encubiertos, se les distinguiera con tanta facilidad, nadie se tomaría muy en serio las indicaciones que una V2 o un aspirante a Tarantino pudieran darnos en medio de la vía pública.