21 de diciembre de 2008

La máquina de calibrar.

Un amable lector, imbuido, como él mismo nos asegura en una carta adjunta, por el carácter filantrópico de las fechas que se avecinan y el tono inquieto de nuestra amable gacetilla, ha hecho llegar hasta la redacción de De lo malo malo… un curioso y revelador artefacto para nuestro libre uso y disfrute: la máquina de calibrar. Este aparato tiene una apariencia cercana a la de las máquinas que en las casetas de feria ponen a prueba la fuerza de aquellos que, por una moneda y ayudados de una maza de plástico, golpean en la base de la máquina, para que un indicador, a modo de termómetro, les mida la contundencia del mazazo. La máquina de calibrar no presenta, claro, ni mazo de plástico ni punto en la base al que mamporrear, pero sí tiene un pequeño teclado y una pequeña pantallita en la que se pueden escribir frases o expresiones, que, gracias al termómetro adjunto, son calibradas dentro del amplio espectro de la estupidez retórica.
Un poco escépticos con el invento, antes que dejarlo apartado en algún rincón de nuestra redacción, hemos querido probarlo con la primera frase que ha caído en nuestras manos. Ha sido ésta, de un conocido crítico de arte: “Lo que hace de un artista un artista de verdad no es nunca lo que ha hecho, sino lo que le queda aún por hacer.”
Nada más pulsar el botón del calibrado, el termómetro casi nos revienta en las narices y los plomos de todo el edificio han saltado. Hemos pensado: o bien este aparato no carbura, o bien la frase es de una estupidez alarmante… Ha pasado el rato y analizándola detenidamente estamos convencidos de que la máquina funciona correctamente y la frase, envasada al vacío, coincide que es una de las infinitas muestras que genera la incansable retórica artística, de sonoridad rimbombante pero de sentido y contenido hueco. Si no, cómo se explica que a estas alturas la humanidad siga venerando a Fidias, Rafael, Velázquez, etc. como a los más grandes artistas de todos los tiempos si hace siglos que, como Michael Jackson, no sacan obra nueva. Ésta claro que el crítico en cuestión, o quizá el becario que le escribe/trascribe los textos, tan sólo ha buscado epatar con una reflexión brillante y paradójica, sin tener en cuenta que la máquina de calibrar es capaz de poner en evidencia la más mínima muestra de estupidez retórica, que en este caso es mucha.
Gracias a nuestro amable lector por el regalo, al que confiamos seguir sacándole partido en las próximas semanas.

3 de diciembre de 2008

El Sainete: "LAS PAPELETAS DE LA RIFA" (Escena III.) (Primera parte.)

Amanecer. Paraje de la Casa de Campo. A la izquierda de la escena, están PONCE y VALENTÍN. A la derecha, los tres HERMANOS de la VICENTA, con aspecto de rudos pendencieros, en actitud expectante. Y, en el centro, dos TESTIGOS, que conversan entre sí.

VALENTÍN: (Nervioso y atribulado.) Ponce, amigo, la primera duda que me asola: ¿el duelo será a espada o a pistola?

PONCE: A espada, siempre a espada.

VALENTÍN: ¿Y si la mía no está cargada?

PONCE: Valentín, amigo, deliras. Si se saben manejar, todas las espadas están cargadas.

VALENTÍN: En poco más de cinco minutos la del hermano de la Vicenta, de mi sangre, seguro, embotada. ¿Y si por innovar que use él la espada y hago yo lo propio con la pistola?...

PONCE: No procede. Ese es duelo desigual.

VALENTÍN: Desigual es que semejante rufián dé muerte a tan presto galán. ¿No están estos duelos categorizados? ¿En qué hipódromo se ha visto que un burro se mida con el más gentil de los caballos?

TESTIGO 1: (Dirigiéndose a ambos lados del escenario.) Caballeros, acudan a este punto.

VALENTÍN: (Para sí.) ¿Y si a este juez yo le unto?

PONCE empuja a VALENTÍN al centro del escenario, donde también acude el HERMANO 1.

HERMANO 1: (A VALENTÍN. Amenazante) Mequetrefe, mi prima es un manjar que tus hocicos no van a catar.

TESTIGO 1: Caballero, guarde silencio. Imagino que conocen bien la reglas de este disputar…

(El TESTIGO 1 les ofrece a los duelistas dos floretes que, a su vez le ha facilitado a él el TESTIGO 2. El HERMANO 1 escoge primero, decidido. VALENTÍN, en cambio, tembloroso, coge el que queda.)

TESTIGO 1: Ya saben: espalda con espalda. A la que yo vaya contando, cada uno, diez pasos anda.

(Los duelistas se colocan espalda con espalda. El TESTIGO 1 se aparta unos pasos, quedando en el eje de ambos.)

TESTIGO 1: ¡Uno!

(Según el TESTIGO 1 vaya enumerando, irán los duelistas avanzando.)

VALENTÍN: (Para sí. Sacando fuerzas de flaqueza.) ¡Por don Miguel de Unamuno!

TESTIGO 1: ¡Dos!

VALENTÍN: ¡Por don Benito Pérez Galdós!

TESTIGO 1: Caballero, callarse es su deber. ¡Tres!... ¡Cuatro!...

VALENTÍN: El microscopio: ¡menudo aparato!

TESTIGO 1: ¡Cinco!... ¡Seis!...

VALENTÍN: Ya no me véis…

(En ese momento, VALENTÍN arranca a correr, pero, antes de salir de escena, se topa con CATALINA, una bella mujer, que aparece repentinamente.)

CATALINA: ¡Alto todos! (Dirigiéndose a sus primos.) Cuadrilla de matones beodos...

23 de noviembre de 2008

Nota de la Redacción.

Desde la redacción de De lo malo malo... queremos comunicarles que por un inoportuno resfriado de nuestro ilustre dramaturgo D. Avelino Coll de la Mata, la tercera entrega del apasionante sainetillo Las papeletas de la rifa, verá la luz, como los ingresos de nómina, a comienzos de mes, el próximo 3 de diciembre.
Disculpen el retraso y no duden de que la espera merecerá la pena.

16 de noviembre de 2008

Mi abuelo decía... (VII)

Mi abuelo decía que era mejor no comer que hacerlo sin apetito, que cuidásemos nuestro apetito como nuestros amores.
Eso explicaría que, además de que cada vez que utilizaba el horno se le fuese el santo al cielo, mi abuela estuviese de él más que quemada.

23 de octubre de 2008

El Sainete: "LAS PAPELETAS DE LA RIFA" (Escena II.)

Casa de PONCE. Aposento bien amueblado. Dentro del mobiliario destaca, a la derecha, un billar español.

VALENTÍN, con la misma ropa con la que le vimos en la escena anterior, deambula por la sala. Sin saber muy bien en qué dar, se acerca al billar y trata de hacer unas carambolas. Por la puerta de la izquierda aparece PONCE. VALENTÍN deja el taco y se acerca a él nervioso.

PONCE: Es cierto lo que nos temíamos, Valentín: con mi casa ha dado el muy malandrín.

VALENTÍN: (Desesperado.) Si uno de los hermanos de la Vicenta mi escondite ha encontrado, no hay duda de que el resto vendrá en tropel a hacer que mi cabeza se remate con un buen vendado.

(PONCE medita. VALENTÍN se deja caer en un butacón, resignado.)

PONCE: ¿Y si arreglase con ellos al amanecer el protocolario duelo? ¿Aguantarías, mi buen amigo, más de tres segundos sin irte de bruces al suelo?

VALENTÍN: Ponce, sabes que soy un pésimo duelista. Mis manos están hechas para el piano, no para apretar gatillos ni desempeñar trabajos rudos y mundanos.

PONCE: Pues espabilar debieras… ¡Valentín, Valentín, mejor hubiese sido que la puntería hubieses ejercitado y no tantas partituras de “Chopín”!... Piensa en Catalina, si de ésta sales victorioso, mucha ha de ser la estima que en ella deje poso.

VALENTÍN: (Esperanzado.) ¿Aunque acabase mandando al otro mundo a uno de sus primos?

PONCE: Seguro. Diría: “A este caballero donoso, yo me arrimo”.

VALENTÍN: ¿Tú crees?

PONCE: No me cabe duda. El amor de una mujer de quien más arrojo muestra es.

VALENTÍN: No sé, no sé… No me veo capaz… Una vez que nuestras espaldas se separen diez pasos: gatillazo que me arrean y… ¡Zas!

(Voces atribuladas se escuchan provenientes de un aposento cercano. Entra el CRIADO de PONCE, visiblemente nervioso, cerrando la puerta al entrar.)

CRIADO: ¡Amo, amo, un grupo de tres caballeros exigen verle de inmediato en el rellano!

PONCE: ¿Te han dicho de qué se trata?

CRIADO: Apenas les he entendido nada, sólo que al señorito Valentín tienen intención de machacarle como a una rata…

(PONCE interroga con la mirada a VALENTÍN, que se levanta del butacón.)

VALENTÍN: (Resignado.) Si duelo ha de ser, que así sea. Estas calamidades, debí sospecharlo, suceden cuando en el camino hacia una guapa se interpone una fea…

PONCE: Bajaré a decirles que mañana quedamos citamos cuando abra el día. Que de los tres que son escojan para el duelo a uno. Nos veremos en la Casa de Campo, a la hora en que más que balas, cruasanes apetecen como desayuno.

VALENTÍN: Bien me parece.

(PONCE y su CRIADO se disponen a salir.)

VALENTÍN: ¿Os acompaño?

CRIADO: Mejor será, caballero, que, si sabe, a rezar empiece.

17 de octubre de 2008

La viñeta (V)


23 de septiembre de 2008

El Sainete: "LAS PAPELETAS DE LA RIFA" (Escena I.)

Un café. Frente al público, ocupando casi todo el escenario, las mesas del café. A la izquierda del espectador, la barra. La acción transcurre en el Madrid de finales del XIX.

VALENTÍN y PONCE, dos jóvenes bien parecidos, aparecen sentados en una de las mesas. En el café sólo se encuentran un par de CLIENTES más y, tras la barra, el CAMARERO.

(Léase / interprétese como si de un escrito en verso se tratase.)

VALENTÍN: Querido Ponce, de suma gravedad es el suceso del que necesito hablarte. Atribulado estoy y, siendo tú como eres mi más fiel amigo, de semejante confusión quisiera fueses parte...

PONCE: Habla pues, que desde la mañana me tienes en vilo. Incómodo me hallo, desorientado e impaciente, como corderito tierno a orillas del Nilo.

VALENTÍN: ¿Conoces a la Vicenta?

PONCE: ¡Cómo no! La fea pechugona, que a nosotros, los mozos de buen gusto, por su aliento ahuyenta.

VALENTÍN: ¡La misma! Grosera, bruta y chabacana. De una recua de bandoleros y matones hermana.

PONCE: Conózcoles bien también a ellos. En muchas se han visto metidos, apurándole con navaja a más de uno el cuello. No son gentes de buena calaña. (Levantando el brazo, dirigiéndose al camarero.) ¡Camarero, por favor: dos cañas!

VALENTÍN: Como bien sabes, anduve la semana pasada dando una vuelta por la verbena. Olisqueando y tanteando, en busca de una joven lozana que mereciese la pena. Toda la tarde estuve, más no vi que generalas, flacas y memas. Busca que te busca, y nada: ¡ni una sola tía buena! Hacia mi morada me encaminaba cuando, de repente, en la esquina de Mayor con San Miguel, me topo con la figura más angelical que jamás hubiese podido imaginar mente. Gesto dulce, suave silueta y no más de veinte. La chisto y me mira, pero, a su lado: ¡Oh, demonios, la vampira!

PONCE: ¿Tan dulce manjar al lado de la Vicenta estaba?...

VALENTÍN: Y no sólo eso, sino que nada más tratar de acercarme a ella, me dice que es su prima, la muy tonta de baba.

PONCE: Pues entonces es éste caso claro, Valentín, al ángel del que tú me hablas no le encontrarás alas ni conoce querubín. Si es prima de la Vicenta, ambas tienen por genética la misma raíz. Brutas y ramplonas las dos han de ser, ya lo dice sin duda ese sabio inglés al que llaman “Dargüín”.

VALENTÍN: Me niego Ponce, con ella he hablado y jamás mayor goce de la cándida belleza he hallado.

PONCE: Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Tan embobado te tiene su belleza que para pegar la hebra no encuentras tema?

(El CAMARERO les sirve un par de cervezas.)

VALENTÍN: No es eso. El problema es la Vicenta, que ni a sol ni a sombra se aparta de nosotros. A su prima, que Catalina tiene por nombre, parece no molestarle, pero, si por mí fuera, ya le he dicho, lejos la pondría, bien sellada y sin destino en un sobre. Y aquí viene el suceso: las veces que con nosotros anda, un recado tras otro mi ingenio le manda. Pero, date, que ayer le encomiendo por unos helados y billete usado en la zarpa le dejo dado. Resulta que llega al tenderete y pide tres cucuruchos de fresa. El heladero echa un vistazo al billete y le dice que no es verdadero. Ella se atribula y por la boca comienza a soltarle coces como parca mula. Llega al instante la Autoridad: “¡Todos a callar!”. El billete inspeccionan y sin dudas ni titubeos resuelven que la Vicenta es una ladrona. Presa la conducen a comandancia. Catalina tras ella y yo en estampida, cual conductor de ambulancia. Y desde entonces nada sé, sólo que en la esquina de mi casa, noche y día, a uno de los hermanos de la Vicenta apostado se ve. ¿Qué he de hacer, querido Ponce? Más me valiera convertirme en piedra de la misma manera que en Sigüenza se encuentra el “Dóncel”...

PONCE: ¡Fatal suerte, Valentín! Pero, ¿cómo es posible? Tú que eres persona cabal, perder de este modo el magín.

VALENTÍN: No era consciente, créeme, de la falsedad del billete. Tu bien sabes que ninguna necesidad tengo de jugarme el pellejo en tan indecoroso brete. No sé dónde esconderme, mi entendimiento solución no haya...

PONCE: De momento, y por lo pronto, mejor será que a mi casa vayas. O “vengas”, como mejor a la rima convenga...

VALENTÍN: Más no quisiera yo causarte problemas. Los hermanos de la Vicenta son tercos y temerarios y no se andan con pamemas.

PONCE: Por un par de días nadie sospecharlo debiera. Duermes en uno de los cuartos del sotobanco, y en cuanto la situación se aclare y sepamos que el cielo abre, hablamos con esa gente de mal agüero para que de una pedrada no te descalabre.

VALENTÍN: Muy confiado en el diálogo te veo, querido Ponce. Dudo que el entendimiento imponga su mano en esta tesitura, que no son afamados los hermanos de la Vicenta por ningún acto de clemencia ni misericordia de cura.

PONCE: Es lo que nos queda, amigo Valentín. Apura esa cerveza y busquemos el atajo hasta mi casa por calles oscuras. Mañana, al alba, enviaré a uno de mis criados por noticias a la tuya.

VALENTÍN: Si crees que así proceder debo, en tus manos me pongo y, sin dilatarnos, el trago de cebada me bebo.

(Apuran su cerveza y salen.)

9 de septiembre de 2008

Mi abuelo decía... (VI)

Mi abuelo decía que la vida es de los que arriesgan y de los que madrugan. Yo, tratando de aunar en una sola acción este consejo, desde que volví de vacaciones, he decidido levantarme para ir a trabajar sin utilizar el despertador. Y la vida, de momento, no es que me vaya mucho mejor; lo único que me he ganado, eso sí, han sido unos cuantos apercibimientos por fichar tarde.

26 de agosto de 2008

Poner el cazo.


En un disco de hace un par de décadas, en la funda de papel que protege al vinilo, aparece el mensaje que puede verse en la fotografía. El mismo es prueba de que, a pesar de que aquellos fuesen tiempos de walkmans y de ordenadores Spectrum y estos de iPods y aparatos informáticos de ciencia ficción, el utensilio que permanece siempre vigente es el cazo. Y ponerlo para arramplar la mayor cantidad de beneficios posibles, una práctica imperecedera en el mundo de la cultura.

11 de agosto de 2008

Palabra de actriz.

En una entrevista reciente, Maribel Verdú decía de Un dios salvaje, la obra de teatro que está a punto de empezar a ensayar, que había asistido a una representación de la misma en París y que, aunque no tenía ni idea de francés, había salido del teatro muy emocionada. Era una afirmación desconcertante, o al menos, cuando terminé de leer la entrevista, eso me pareció; pero, viniendo de Maribel Verdú, a quién admiro desde que trabajaba como becaria en aquel estanco vallecano, pensé: “Quizá sea ese el secreto para apreciar historias que en castellano nos parecen una auténtica bazofia, escucharlas o leerlas en un idioma que desconocemos.”
Así, y en agradecimiento a las palabras de la actriz, lo primero que hice fue tratar de recuperar alguna película española que había visto anteriormente y que, a no ser bajo coacción, nunca hubiese vuelto a revisitar. Bajé al videoclub y alquilé Bienvenido a casa, de David Trueba. Cuando hace unos años se estrenó, cometí el error de pagar una entrada de cine por semejante patata que, con tanto despropósito de retórica reflexiva presuntamente brillante y reveladora, invitaba a voces a pedir la hoja de reclamaciones a la salida.
Me armé de resignación, un poco temeroso de que las palabras de la Verdú no resultasen con el que me había parecido un auténtico adefesio del celuloide, y comencé a verla subtitulada en alemán. Y sí, he de reconocerlo, esta vez Bienvenido a casa me pareció un auténtico peliculón. Los diálogos, que en castellano me habían parecido artificiosos y huecos, en alemán, sonaban a verso del mejor de los poetas; el tono de los actores, fuera de la afectación inverosímil de la que hacen gala en las decenas de series españolas que protagonizan, resultaba contundente y sincero; la historia, cuyo hilo argumental, la primera vez que la había visto, me había parecido aburrido y previsible, en esta ocasión me atrapó con su trama… La película, como muy sabiamente orientaba Maribel Verdú, me emocionó.
Un día después alquilé Princesas, una película que tras el primer visionado me empalagó con sus pretensiones sociales y sus diálogos de ciencia ficción. Y, nuevamente, hube de retractarme. Esta vez, en rumano, cada una de las palabras que salían de la boca de las prostitutas protagonistas, sonaban a verdad innegable de oráculo. Y, la trama, un derroche de sabiduría y construcción…
Y, así, he continuado con esta labor de recuperación de toda la filmografía española que había menospreciado y querido olvidar sin que aún haya visto una película aburrida y vergonzante, incluso esos estrenos de directores jóvenes que estiran noventa minutos una ocurrencia que no da ni para un corto, viéndolas en otros idiomas, me parecen geniales.
Ando ahora detrás de algún canal internacional que dé programas televisivos patrios como el de Pablo Motos, a ver si es posible que en checo, por ejemplo, ese tipo consiga hacerme reír. O la serie que protagoniza Dani Martín, que sería perfecto encontrarla subtitulada en mongol, para que así la expresión facial del protagonista fuese más concordante con el idioma, y consiguiese que como actor resultase menos penoso que como cantante.

17 de julio de 2008

Chillida y las naturalezas muertas.

Muchos especialistas y aficionados a la escultura contemporánea han tachado en repetidas ocasiones la obra de Eduardo Chillida de seca, monótona y deshumanizada. La redacción de De lo malo malo... ha logrado, en exclusiva, una imagen que viene a poner de manifiesto que la obra de Chillida no es, como sus detractores insisten, una auténtica castaña; sino... una auténtica manzana.

1 de julio de 2008

El periódico de ayer (o inverosímiles titulares periodísticos que, por mucho que pase el tiempo, no pierden ni pizca de gracia.)

“El Reina Sofía extravía una escultura de 38 toneladas del estadounidense Richard Serra” (Titular aparecido en el diario El País el 18 de enero de 2006, dos años y medio antes de que la selección española ganase la Eurocopa de fútbol.)

Podría pensarse que un titular como éste tampoco es tan sorprendente si resulta que la obra en cuestión es uno de esos armatostes que ha generado la escultura moderna, articulada sobre cuatro inmensas ruedas de acero, móvil e imponente como el Caballo de Troya; si es que ésta fue depositada en un explanada junto al museo, y si es que la explanada en cuestión se encuentra en pendiente. Si se dan estos condicionantes, quizá pudiera creerse que la explicación al extravío es bien sencilla: por un descuido, a los operarios que sujetan la escultura se les escapan las amarras, y aquélla, animada por lo pronunciado de la pendiente, echa a rodar calle abajo. Cruza el río Manzanares, los barrios periféricos de la capital, Toledo, Despeñaperros... Pero no. Ni la escultura es móvil, ni junto al Museo Reina Sofía hay ninguna pendiente pronunciada. Aún así, seguro que la Brigada de Delitos contra Cachivaches Escultóricos, por si acaso, y aunque en el artículo no se cite nada al respecto, ha rastreado toda la zona sur del país en busca de testimonios que descarten definitivamente esta hipótesis. Seguro que en más de una gasolinera castellana se han detenido y han interrogado al encargado de la misma, preguntándole algo así como: “¿Recuerda usted haber visto pasar por aquí una mole con forma de escultura, de unas 38 toneladas de peso?” Y el hombre, que no sabe si sus interlocutores le están tomando el pelo o simplemente son idiotas, responde: “No, ¿qué sucede? ¿Es que no tiene carné?”. A lo que a su vez los de la Brigada le dicen: “No, no es eso. Simplemente es que hay una ley que no permite circular a las esculturas, especialmente a las modernas, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora.”
El autor de la escultura, dice el artículo, disculpa a la dirección del museo del extravío y no duda del esfuerzo que se está llevando a cabo para dar con su paradero. Esta actitud tan comprensiva, la verdad, resulta un poco sospechosa. Sobre todo, a un nivel artístico. Si a Goya le dicen (después de haberle dado un par de voces, claro) que le han extraviado una de sus pinturas de tres por tres, lo del duelo a garrotazos queda en un simple juego de niños. O si a James Joyce su editor le dice que el manuscrito que le había pasado, titulado Ulises, lo dejó olvidado en la barra de un bar, el escritor irlandés sería conocido hoy no por su valía literaria sino por su capacidad para desmontar a un hombre hueso a hueso. Debe ser que al escultor moderno, como a tantos otros artistas de su tiempo, crear una obra como la que se ha perdido le supone lo mismo que preparar un plato de espaguetis. Cuarto de hora, no más.
Los operarios que manipulaban la escultura no saben tampoco cómo explicar el extravío. Dos de ellos, los encargados de su desembalaje, dicen que dejaron la escultura en el patio del museo, se marcharon a tomar un café y al volver ya no estaba. Este testimonio parece concordar con el dado por la señorita que aquella mañana ocupaba la taquilla del museo. La misma dice que, entre japonés y japonés, creyó ver como un voluminoso bulto salía por uno pasillos laterales del vestíbulo principal. No le dio más importancia, dice el artículo, ya que pensó que se trataba de una visitante ataviada con un vestido de Ágata Ruiz de la Prada, y continuó expidiendo entradas como si tal cosa.
Los guardias de seguridad que en aquel momento controlaban el acceso al edificio, tampoco han podido aportar ningún dato significativo. La mitad de ellos dormitaban en sus asientos y la otra mitad se entretenía viendo el contenido de los bolsos de los visitantes a través del escáner, en busca de un despertador con el que poder espabilar a sus compañeros y tomarles el relevo.
Por el contrario, un parroquiano de un bar cercano al museo, jura que la escultura de Richard Serra entró en dicho bar y se sentó en un taburete a su lado. Incluso que pidió un bocadillo de calamares y que, además, probó suerte en la máquina tragaperras. El dueño del bar no supo desmentir a su cliente y se limitó a apuntar que, sentarse en un taburete, bien podría haberlo hecho, ya que los taburetes de su negocio, dice, son de primerísima calidad y muy resistentes; pero que, es tanta la gente que entra en su bar al cabo del día, y además tan variopinta, que nunca hubiese reparado en una escultura moderna por muchas 38 toneladas que pesase.
Hasta que se resuelva el caso, y una vez que se ha descartado ya la posibilidad del robo de la escultura a manos de carteristas, siendo lo más factible, indicaba el inspector encargado del caso, que la escultura se haya fugado por propia iniciativa y sin que se conozcan aún sus aviesas intenciones; dice el artículo, que la autoridad competente ha tomado una serie de medidas ya que se teme que la obra en cuestión quiera suplantar la identidad de otras esculturas significativas de la ciudad. Conjuntos como el de Cibeles y Neptuno permanecerán acordonados por las fuerzas de seguridad día y noche. Siendo asesoradas éstas por eruditos historiadores del arte que habrán de observar de continuo si las esculturas que habitualmente podemos contemplar en nuestras calles no son suplantadas por la escultura prófuga.

15 de junio de 2008

Mi abuelo decía... (V)

Mi abuelo decía que vive más no quien más años cumple, sino quien antes consigue hacerlo sin necesidad de trabajar.

25 de mayo de 2008

La viñeta (IV)


12 de mayo de 2008

El futuro está en el Heavy.

Admiradores como somos de las múltiples manifestaciones artísticas del siglo XIX, no podíamos dejar pasar de largo uno de los acontecimientos decimonónicos más destacados de la temporada: el concierto de Scorpions en Leganés.
¿Quién no ha apagado alguna vez el equipo de música a un volumen brutal y al volver a encenderlo, sin recordarlo, se ha encontrado con que inesperadamente casi se le saltan los tímpanos? Esa sensación, que, en condiciones normales, puede durar lo que tardamos en dar con el mando a distancia y bajar el cursor del volumen, en el concierto de Scorpions se prolongó más de dos horas y nos dejó a algunos sordos como si hubiésemos dormido junto a una zanja abierta a golpe de percutor.
Tras el estallido inicial, el cantante, Klaus Meine, que por el físico ha de ser familia de Paul Simon, regularmente fue tirando al público decenas y decenas de baquetas. Sin necesidad de exagerar, más de cien. ¿Por qué? No se sabe. Batería todavía tienen, de hecho, cada vez que se quitaba la camiseta, el tono fluorescente de su piel brillaba en toda la plaza de toros. ¿Una promesa? ¿Ganas de que el público se construyese una cabaña a su costa?... A mí, del asunto lo que más me preocupaba es que, en el transcurso del concierto, todos aquellos que habían recibido una baqueta, la devolviesen al escenario y los Scorpions muriesen apaleados como focas del Ártico.
Un momento especialmente curioso del concierto fue cuando en la pantalla desplegada a sus espaldas apareció la bandera de España. ¡¿…?! Y más curioso aún fue cómo el público, abandonando por unos instantes sus guitarras invisibles, reaccionó entusiasta al asunto. No tanto, claro, como dos o tres pijos baba que andaban por ahí. Su presencia posiblemente se debiese a que, tiestos de fino, se habían quedado dormidos en el tendido durante la capea anterior al concierto. Entre lo de la bandera y la imagen que apareció después del Papa Juan Pablo II como acompañamiento a Wind of change, los tres pijos baba vociferaban con más énfasis que si estuviesen en la Plaza de Colón convocados por la Conferencia Episcopal. Aunque para gritos patrióticos, el de Klaus Meine, llamando al fervor local con una frase que debería dar nombre a una peña leganense en las próximas fiestas veraniegas: “¡Oh, yes, Leganés!”
Pasada la medianoche, como le sucedió a Cenicienta, el concierto terminó, se dieron las luces y las guitarras que todos los asistentes habíamos estado tocando, desaparecieron como por encantamiento, dejándonos medio sordos y con cuello dislocado de haberlo balanceado de un lado a otro. Lo único a objetar, que el mechero que llevaba para las baladas, ante la falta de aceptación popular, lo traje a casa sin haberlo encendido. Se ve que hasta el mundo del heavy evoluciona en sus costumbres...


22 de abril de 2008

Me cago en la leche (en polvo.)

El otro día estuve comiendo en un restaurante cercano a la Puerta del Sol. A la mesa de al lado se sentó una pareja joven (entiéndase por joven aquella que sumando la edad de los dos miembros supera cómodamente los sesenta años: jóvenes del siglo XXI) con su hijo recién nacido. Apenas había reparado en ellos antes de que el niño empezase a llorar. Debía tener días, no más de dos semanas, y quizá, por la rigidez con la que se desenvolvían, fuese ésta la primera vez que sus padres salían juntos con él.
En cuanto rompió a llorar, la madre intentó calmarle acunándole en los brazos y devolviéndole un par de veces el chupete a la boca; pero no había manera. Padre y madre, curiosamente avergonzados de las molestias que pudiesen causar los quejidos de su hijo al resto de clientes, miraban no se sabe muy bien hacia dónde, buscando, parecía, una salida de emergencia a la altura del suelo. “Es hambre”, dictaminó, resuelta, aquélla. Al juicio le acompañó una mirada de impaciencia que conminaba al padre a ser lo más rápido posible preparando el biberón. (Este problema, el de tener que preparar el biberón en el preciso momento en que la criatura ha de comer, es un error frecuente en aquellos que siguen los consejos de los manuales de ayuda para padres primerizos y las etiquetas de los envases de leche para lactantes. Ni Cervantes ni Einstein, seguro, tenían un biberón en la boca cada vez que la abrían.)
El padre, visiblemente atolondrado, después de regar los platos de la mesa, consiguió verter de un termo en el biberón la cantidad precisa para la toma. El pulso, bien por la temperatura del agua, que había regado también su mano y la manga de la chaqueta, bien por la presión que los resoplidos de su mujer le estaban generando, le temblaba como si el aire acondicionado del local hubiese bajado de repente veinte grados. Vertida el agua en el biberón se dispuso a proceder de la misma manera con la leche en polvo. El resultado fue el mismo: nerviosismo materno, torpeza paterna y los platos de la mesa con la apariencia de haber sido enharinados como panes de hogaza. Para entonces los lloros del niño se habían agudizado aún más y sus padres, sospechando que todo el local les observábamos con desagrado e impaciencia, parecían incapaces de realizar ningún movimiento con el cuello, concentrados en resolver cuanto antes aquella, para ellos, sofocante y definitiva situación.
El padre consiguió finalmente agitar espasmódicamente el biberón, se lo pasó a su pareja y, en cuanto ésta se lo empezó a administrar a su hijo, los lloros remitieron y toda la tensión se desvaneció con la misma intensidad que a un grupo de rehenes se les anuncia el final del secuestro.
Los que observábamos de reojo la escena lo hacíamos con una cariñosa familiaridad, una actitud en la que si los padres hubiesen reparado, hubiese hecho que aquel suceso al que se habían enfrentados como a una prueba de supervivencia a vida o muerte, hubiese quedado en nada. Entonces se me vino a la cabeza aquello que decía un escritor leonés en relación a lo felices que seríamos si fuésemos capaces de observarnos a tres metros de nosotros mismos…

27 de marzo de 2008

Desdichos (o los dichos trastocados.) (I)

Había una vez una cabeza de ajos que vivía discreta y compacta en un rincón seco y oscuro de una alacena. A ella llegaban diariamente verduras, legumbres, conservas... Pasaban en sus estantes una breve temporadita, no más de un par de semanas, y luego, cuando la cocinera de la casa lo consideraba oportuno, echaba mano de ellos y salían todos los productos, frescos o en conserva, directos a sartenes y cazuelas.
La cabeza de ajos que nos ocupa llegó a la alacena, junto a otras cinco cabezas más, procedente de un tenderete del mercado.
Según fueron pasando los días, cada vez que la cocinera de la casa necesitaba ajos para sus recetas, una a una, las otras cuatro cabezas fueron desgranándose hasta desaparecer, dejando indefensa y desamparada a nuestra cabeza protagonista. Los ajos de ésta, en la oscuridad de la alacena, temían que no llegase a tiempo una nueva remesa de cabezas y fuesen ellos los que, escogidos por la funesta mano de la cocinera, se empezaran a consumir. Y así fue. Un mediodía de lunes, dos de ellos fueron separados para dar jugo a una carne estofada; a la mañana siguiente, otros dos, para enriquecer un arroz con verduras; y al tercer día, un miércoles, cuatro de golpe como aderezo de una ensalada. Quedaron así, tras este consumo incesante y voraz, desangelados y temblorosos, los últimos dos ajos de la cabeza. Éstos, para colmo de infortunios, como el roce hace el cariño, de haber crecido y haber vivido siempre juntos, estaban enamorados el uno del otro y presentían, desesperados, como de un modo inminente llegaría su separación.
La mañana del jueves, desde el fondo de la alacena, escucharon como la señora de la casa le indicaba a la cocinera que para el almuerzo preparase a sus dos hijos, que partían esa misma mañana de caminata por el monte con el grupo escolar, un buen bacalao al ajo arriero y dos grandes hogazas de pan en sus habituales cestas de mimbre. La cocinera le respondió que sólo quedaban en la alacena un par de ajos, que quizá fuese necesario acercarse al mercado a por más. Pero la señora de la casa, que no era mujer de grandes razonamientos, más bien impaciente y quisquillosa, le dijo que no, que se apañase con los dos que quedaban y la próxima vez fuese más previsora.
En el fondo de la alacena los dos ajos enamorados al oír esto lloraron desconsolados; la caminata matinal y la poca previsión de la cocinera iban a poner fin a tanto tiempo de vida en común.
La puerta de la alacena se abrió y la mano de la cocinera, tanteando en el estante donde recordaba tenerlos, los cogió.
Antes de ser troceados y puestos a freír en la sartén, junto al bacalao, el pimiento choricero y demás, uno de los dos, el más optimista, en un arranque de entereza, cuando los dedos de la cocinera les separaban, le dijo al otro que no se preocupara, que no sería esta la última vez que se vieran, que si los hijos de la señora almorzaban a la vez en el descanso de la caminata, ellos dos tendrían una nueva oportunidad de volverse a ver, aunque fuese troceados. Recuérdalo, no sufras, le dijo el ajo optimista al otro, a partir de ahora ajos arrieros somos y en el camino nos encontraremos.

13 de marzo de 2008

La alegría va por barrios.

Un personaje de C. J. Cela decía que no recordaba lugar más triste y desolador que la ermita de su pueblo el día después de la fiesta patronal.
El lunes, dando un paseo por la calle Génova, al tiempo ventoso y desapacible, que diseminaba y animaba a los peatones a buscar refugio en cafeterías y portales, se le unía una indescriptible sensación de desilusión y abatimiento. Será, pensé, que en este barrio celebraron durante el fin de semana las fiestas del distrito, y no hay al día siguiente ánimo para nada que se aleje de una penosa resaca. Una intuición que, al llegar a casa y ver las noticias del fin de semana, comprobé era cierta.
En las imágenes que daban por televisión de la fiesta, aparecían cientos de personas, todas, agolpadas, ondeando banderas al ritmo que marcaba por megafonía un plomizo ballenato, con un entusiasmo que en algunos casos amenazaban con llegar al histerismo. Posiblemente se tratase de una práctica local, una ancestral muestra de felicidad, supuse, consistente en agitar con tal énfasis las banderas que la tela y el mástil terminasen desgarrados. Y en esto, como en todas las tradiciones ancestrales, las mozas más veteranas parecían llevar las de ganar. A sus cincuenta años, se les veía mirar fijamente a cámara, con tal devoción y convencimiento, que los ojos enrojecidos, a la vez que no dejaban de ondear compulsivamente las banderas, se temía fuesen a salírseles de las cuencas. Luego estaba la población más joven, que vestía uniformemente la camiseta de la que debía ser única peña del barrio, en tonos azul pálido. Los muchachos más jóvenes, arrastrados por el entusiasmo general, trataban de compaginar el movimiento insistente de las banderas con el atuse de sus ondulados flequillos; a la par que ellas, con una dedicación parecida, el batir de aquéllas lo acompañaban de profusas sonrisas que ponían en correspondencia la blancura de sus dentaduras con la de las perlas que en sus orejas brillaban.
Desde un balcón de la ermita del barrio apareció un señor, que debía ser el presidente de la asociación de vecinos del distrito, junto a una breve comitiva de unas cinco o seis personas más. Entonces el alboroto fue aún mayor. El ruido del ballenato quedó eclipsado por los cánticos del vecindario. A las palabras de agradecimiento del presidente de la asociación le seguían los vítores de los congregados, en clara oposición a un barrio vecino contra el que también clamaban, y a aquéllos, un nuevo agradecimiento y una nueva y festiva agitación popular.
Semejante celebración, que posiblemente no se dé ni cuando un partido político gane unas elecciones generales, había dejado hoy en la calle Génova una sensación de desaliento y tristeza que hacía buenas las palabras de aquel personaje de Cela.

28 de febrero de 2008

La viñeta (III)


20 de febrero de 2008

De garbeo por ARCO (o cómo el Arte Contemporáneo nos convierte en maletas.)

El pasado lunes se clausuraba la vigésimo séptima edición de ARCO. Más allá del que pueda justificar el contable de la empresa organizadora, perfectamente objetivo y cuantificable, todos los balances que de la misma se hagan, como la mayor parte de los escritos de retórica artística, resultan arbitrarios, huecos y, sobre todo, innecesarios. Aunque, obviando estas evidencias de las que somos conscientes, desde la redacción de De lo malo malo… nos vemos incapaces de negarle a semejante cita unas cuantas líneas.
Mamarrachadas, lo que se dice mamarrachadas, de ésas que llegas a casa y dices: “Joder, he visto en ARCO una cosa que… ¡Buf!” De ese tipo de engendros, lo cierto es que en esta edición no se exponían muchos. Esta claro que, como feria que es, según pasan las ediciones, lo que busca el que asiste a ella con un stand, es vender; y, cuanto más, mejor. Si a uno le da por pagar un buen dinero por un puestecillo en un mercado de barrio, y luego la mercancía que pregona es verdura podrida, díganme dónde está el negocio… Así, aberraciones que atentasen contra la capacidad mental del espectador, lo cierto es que esta edición no había demasiadas. Si acaso, lo más ofensivo que podía encontrarse, era la explicación de algunos galeristas engolando simples expresiones plásticas de contenidos y mensajes que atufaban a propaganda de crecepelos.
El poder terapéutico del arte, incluso en eventos desacralizados como éste, volvió a quedar más que probado. Llegué a la cita levemente descompuesto del estómago, pero al dar los primeros pasos por el pabellón, imbuido por el clima de solemnidad imperante, el rictus de seriedad y circunspección de los visitantes, especialmente en el momento de contemplar las obras, por el gesto de gravedad que sin pretenderlo se impuso también en mi rostro, hizo que, milagrosamente, mi leve descomposición deviniera en un agudo estreñimiento.
Quien buscase grabados de Chillida en la feria, lo tenía tan fácil como aquél que busca discos de Elton John en las tiendas de segunda mano. ¿Cuántas grabados realizó este escultor? Si esculpió tanto como grabó, ¿qué cordillera devastó completamente? ¿Cuántos cientos de tomos compondrán su catalogo razonado?... ¿O es que la organización de la feria regala a cada galería la copia de un grabado del artista sólo por participar? (Eso sí, con la obligación de exponerlo.) ¡Qué suerte la de aquellos visitantes apasionados de la abstracción geométrica más monótona y seca!
Muy positiva, también hay que reseñar la participación de Brasil como país invitado. Queda claro que, si por algún motivo en el futuro viajamos al país de la samba, mejor tratar de dislocarnos la espalda bailando, que perder el tiempo visitando sus galerías de arte.
En definitiva, cuando se celebra ARCO de lo que se trata es de asistir. Así que, desde aquí, ante la pregunta de rigor, hemos de responder: “Sí, estuvimos en ARCO”. Incluso, podemos añadir: “Y, sí, había menos mamarrachadas y tontunas que en la Pasarela Cibeles.”

7 de febrero de 2008

El ramo de novia más longevo de la historia.

Marieta San Martín, de setenta y tres años de edad y vecina del madrileño barrio de Chamberí, conserva fresco como una lechuga, cincuenta años después, el ramillete de azucenas que llevó consigo al altar el día de su boda. Su marido la abandonó unos meses después de que contrajeran matrimonio, pero el ramillete han pasado cinco décadas y se mantiene sorprendentemente intacto, lleno del mismo vigor que atesoró el primer día. Historia inaudita de la fuimos partícipes en De lo malo malo... en fecha reciente, gracias a la entrevista que nos concedió la protagonista de tan singular suceso, que a continuación reproducimos.

Dice Marieta que todo el tiempo libre del que siempre ha dispuesto se lo debe, sobre todo, al hecho de no haber sido madre. Sobre las paredes de la salita donde nos conduce para realizar la entrevista, y también sobre algún que otro mueble de la misma, pueden verse más de media docena de fotografías enmarcadas de niños y adolescentes, sobrinos suyos, me dice. Y también otras de la propia Marieta y de distintos miembros de su familia tomadas a lo largo de las últimas décadas. De entre todas, hay una que por tamaño y emplazamiento se impone: la de su boda. Una fotografía de cuerpo entero en blanco y negro. Ella viste en la misma un discreto traje claro y luce un peinado recogido hacia atrás. Una mano la lleva engarzada al brazo de su marido, un señor rechoncho y bigotudo, vestido con un discreto traje también; y con la otra sostiene un florido ramo de azucenas. El mismo que, dentro de un jarrón de loza, se mantiene vivo y lustroso sobre un pequeño aparador colocado justo a los pies de la fotografía.

El Optimista.- Marieta, ¿cuándo hace, dice usted, que contrajo matrimonio?
Marieta.- Cincuenta años el próximo verano. Mas de media vida...
EO.- ¿Y cuándo fue que usted empezó a darse cuenta de que el ramo que había lucido el día de su boda no se marchitaba?
M.- Sería a las tres o cuatro semanas de la boda. Mi marido y yo nos marchamos después del casorio de viaje por la sierra granadina, donde su familia tenía unas tierras. A la vuelta, tres o cuatro semanas después, como le digo, llegamos a casa y nos encontramos el ramo tal y como le habíamos dejado. Igual de fresco que hoy mismo.
EO.- ¿Recuerda usted quién se lo regaló? ¿Dónde lo compró?
M.- Lo trajo de Burgos uno de mis hermanos. Es que yo tengo mucha familia en Burgos... Se lo compró, me dijo luego, a un vendedor ambulante. Pero igual que compró éste, compró otros de azucenas y otras flores para el resto de la familia, y todos se fueron marchitando. Sólo quedó éste.
EO.- ¿Y cómo se explicó usted entonces que no se marchitara? ¿No le sorprendió?
M.- No sé, como yo era entonces una joven entusiasta y estaba muy enamorada de mi marido, pensé que ésta era una señal de que nuestro amor no iba a marchitarse nunca. Pero luego...
EO.- ¿Luego?...
M.- Luego, el muy cretino, me abandonó por una vecina. A los pocos meses de casarnos. Pero las cosas no le fueron bien, sabe. Él pensaba que el ramo de azucenas se mantenía vivo porque sus flores eran sensibles a las poesías que él les recitaba. Mi marido era poeta; aficionado, claro. A mí me engatusó con sus versos... Y sostenía que ese ramo, fruto de nuestro amor, se mantenía vivo por el mismo amor que emanaba de sus poesías. ¡Qué chiflado estaba! Una mañana, así, de buenas a primeras, me dijo que se iba, que se había enamorado de otra mujer. Una idiotez, porque para irse dos pisos más abajo como hizo, no hubiese hecho falta tanta fanfarria. Trató de suavizar la jugarreta diciéndome que diera tiempo al tiempo, que marchándose él, ya vería, no se acababa el mundo, que supiera tener paciencia para salir adelante. Lo único que vas a perder, me dijo, es el ramo de flores, que sin mis poesías seguro se marchitará. No fue así. El ramo siguió como si tal cosa, igual de bonito y florido.
EO.- ¿Y qué le pareció esto a su marido?
M.- No, él no se enteró. Él y la vecinita habían abierto entonces una floristería en una calle cercana y la publicitaban diciendo que las plantas que en ella se vendían, sólo con recitarles unos versos que él mismo componía, podían mantenerse vivas años y años. Yo, una vez que me lo encontré en el portal, le dije que nuestro ramo de boda, al día siguiente de que él me abandonara, se había marchitado. Así le convencí un poco más de que sus dotes para la “hortipoesía”, como él la llamaba, estaban fuera de toda duda...
EO.- ¿Le iría entonces mal el negocio?
M.- Lo cerraron en un par de meses. Muchos le acusaron de farsante, de desequilibrado. Pero él no se dio por vencido. Montó luego otro: ¡Ése sí que fue la repera! Con el mismo sistema de la “hortipoesía”, empezó a comercializar neveras que no llevaban ningún tipo de conexión a la red. Una locura. Decía que los alimentos podían conservarse frescos durante semanas solamente a base de sonetos y ripios así. Le fue todavía peor que con la floristería. En medio año, la empresa quebró, la vecinita le abandonó y el entró voluntariamente en el loquero. Es lo último que supe de él. Si no le ha dado por recitarse poesía a sí mismo seguro que todavía sigue vivo.
EO.- Marieta, en todos estos años, imagino que muchos científicos se habrán acercado a su casa en busca de una respuesta a este fenómeno...
M.- Sí, alguno. Pero nadie me ha sabido decir nunca nada claro. Que si era una mezcla rara de azucena y de siempreviva, que quizá la loza del jarrón tuviese restos de uranio... Sólo hipótesis. También han venido periodistas como usted, y alguna que otra personalidad. Recuerdo a un político gallego, al que la secretaria que le acompañaba le llamaba don Manuel, que se puso muy pesado con que le regalara una azucena. Y se la di. Pero no crea usted que la quería para lucirla en el ojal, no. Delante de mis narices, se la comió.
EO.- ¿Con qué fin?
M.- Estaba convencido de que este ramo de flores procedía del manantial de la eterna juventud. Y que, gracias a su poder, podría mantenerse siempre vivo y desarrollar la carrera política más larga de la historia. Pero eso fue hace muchos años, no sé si le funcionaría...
EO.- Y usted, Marieta, ¿qué piensa hacer con el ramo? ¿comérselo también por si acaso diera la vida eterna?
M.- No, hijo. Esas tonterías yo no me las creo. Si el ramo se marchita de aquí a nada, pues... ¡qué le vamos a hacer! Bastante ha durado ya ¿no cree? Y si él aguanta más que yo, lo que sí quisiera, es que lo colocasen sobre mi lápida, así no se tiene que molestar nadie en llevarme flores al cementerio. Como, aparte, tampoco hace falta regarlo...

29 de enero de 2008

Mi abuelo decía... (IV)

Mi abuelo decía que el mejor remedio para ser optimista y no terminar arrojándote por el balcón, es vivir en un sótano.

17 de enero de 2008

I Congreso Internacional Cubista

Tras la reciente celebración del I Congreso Internacional Cubista y la consecuente publicación de numerosos estudios especializados, se ha generalizado una nueva y reveladora teoría sobre la aparición de dicho movimiento artístico.
Hasta la fecha, no hay duda de que el Cubismo, posiblemente la manifestación plástica más importante de todo el siglo XX, surgió en la primera década de aquel fecundo siglo, fruto de la frenética actividad llevada a cabo por dos artistas a los que con toda seguridad hemos de considerar como padres del mismo: Pablo Picasso y Georges Braque. El I Congreso Internacional Cubista ratifica esta autoría, así como la datación cronológica de su surgimiento, pero cuestiona con pruebas fehacientes los motivos que propiciaron su aparición.
Si hasta la celebración de dicho congreso se consideraba que el trabajo emprendido por los dos artistas anteriormente citados, por separado y a la vez en férrea comunicación, vino propiciado por el deseo de buscar para la pintura una cuarta dimensión, basándose para ello en la progresiva reducción de las formas a lo esencial (con especial predilección por la utilización del cubo como figura básica), en el empleo de la perspectiva múltiple, etc.; a partir de este congreso hay que considerar dicho surgimiento ajeno a los motivos que hasta la fecha venían dándose. Tradicionalmente se justificaba la aparición del Cubismo como consecuencia directa de la experimentación plástica que se estaba llevando a cabo en Europa en aquellos años iniciales del siglo XX, pero lejos de esos intereses, de la búsqueda de una cuarta dimensión para la Pintura y del deseo de reducir las formas a figuras geométricas básicas, tal y como ha dejado claro el I Congreso Internacional Cubista, Picasso y Braque desarrollaron dicha experiencia artística por causa de unas circunstancias bien distintas.
Se ha aportado numerosa documentación que prueba que los dos pintores, durante el verano de 1907, aficionados como eran al deporte, ocuparon plaza como recogepelotas en el Torneo Internacional de Tenis de Roland Garros de París. Cada uno en un extremo de la red, se pasaron todo aquel verano, agachados, yendo y viniendo recogiendo y entregando pelotas a los competidores. Cuando terminó el torneo, también se tiene constancia de que asistieron a la consulta de un psicoanalista, actividad que por entonces comenzaba a gozar de cierto auge en la capital francesa, buscando poner fin a la obsesiva fijación que se les había quedado después de semejante experiencia, de ver todo a su alrededor como si lo hiciesen a través de la red cuadriculada de la pista. El psicoanalista en cuestión les recomendó, siendo como eran, pintores, que volcaran esta fijación reticular sobre sus lienzos. Éste es, tal y como ha propuesto y confirmado el I Congreso Internacional Cubista, el motivo que lleva a Picasso y a Braque a reducir toda su realidad circundante a cubos. Y es este el motivo también que explica que en el cromatismo de sus obras de estos años predominen los tonos tierras: el mismo que tiene el piso de las pistas de arena de Roland Garros.
Valiosa aportación la de este congreso que abre nuevas y reveladoras interpretaciones al desarrollo de las primeras vanguardias artísticas en Europa.

9 de enero de 2008

Año nuevo, termostato viejo.

El día de los Santos Inocentes la santa providencia nos obsequió con el estallido de una de las tuberías que abastece la caldera de casa. Como broma no está mal, pero como ya había reventado con anterioridad hace dos meses, las bromas que se repiten con demasiada frecuencia pierden gracia. E igual que sucedió la vez anterior, la rotura se produjo un viernes, aumentando el efecto de la broma al privarnos de agua caliente y de calefacción durante todo el fin de semana.
El frío lo combatimos con dos armas ajenas a este contratiempo: la plancha y el horno. Con el primero nos hemos ganado a todos los vecinos. Cuando me ofrecí a planchar la colada de cada uno de ellos, desconocía que en el primero vivía el dueño de una tintorería militar. Como no hice la mili, he asumido el planchado de los cientos de uniformes que el buen hombre me endosó, sin necesidad de manifestarme por el centro de Madrid, como un gesto de exaltación patriótica.
Por otro lado, para templar la cocina, hemos utilizado el horno hasta para calentar la leche. Tanto es así que hemos logrado devolverle a la desnatada toda la grasaza que los procesos químicos se afanan en rebajarle. De hecho, salía del horno con la textura de la cuajada…
Después de un destemplado fin de semana, el lunes, un momento antes de salir de viaje para pasar Nochevieja fuera de Madrid, llegó el técnico de la caldera y solucionó el problema hasta no se sabe qué otro fatídico viernes.
Pero la historia no acabó ahí. Al ir a hacer uso de la ducha del hotel donde pasábamos Nochevieja… ¡Oh, sorpresa! ¡Tampoco el agua caliente de la misma funcionaba! Una expresión como “termostato”, que pensé que en un apartado pueblo castellano no tenía por qué escuchar, continuaba a mi lado como una condena a perpetuidad. No perdimos la calma y, tranquilamente, accedimos a ducharnos en una habitación ajena a la nuestra; esta vez sí, con agua caliente.
La desafortunada coincidencia estoy seguro de que se debe al menosprecio continuo que hago de Björk. La artistaza esquimala, humanista inclasificable, seguro que también es bruja y con sus grandes poderes, se ha decidido a fastidiarme con una de las más infalibles armas laponas: el frío. Por si acaso, creo que voy a dejar de hablar de ella hasta que llegue el verano.
En fin, de lo malo malo, lo único que me alegra de este contratiempo es que también a Jouve, en el hotel castellano, le falló el agua caliente de la ducha. Imaginármele, a las siete y media de la mañana, antes de coger el coche para volver a Madrid, tiritando y maldiciendo a la alcachofa de la ducha, es de sobra un buen motivo para empezar con alegría el dos mil ocho.